La utopía interreligiosa
por Abdennur Prado
Conferencia pronunciada en Tarragona,
31 de mayo de 2008.
Encuentro organizado por Cruz Roja.
Recogida en el libro ‘El lenguaje político del Corán‘ (ed. Popular 2010)
A Juan José Tamayo, con afecto
Diálogo interreligioso, ¿utopía o realidad? El titulo de esta mesa redonda resulta sugerente. ¿En que medida el diálogo interreligioso constituye una realidad, en que medida constituye una utopía? De entrada, constatamos que el diálogo interreligioso es una realidad emergente, uno de los paradigmas de nuestro tiempo. En los últimos años hemos asistido en España a la proliferación de encuentros interreligiosos. En Cataluña tenemos la Red UNESCO para el diálogo interreligioso, formada ya por 19 grupos locales diferentes, y promotora del Parlamento Catalán de las religiones. Estas actividades nos ayudan a los que participamos en ellas a visualizar la variedad de religiones de nuestra sociedad, como una realidad consolidada.
Sin embargo, debemos ser conscientes de que estas actividades son algo minoritario, y que se producen justo en el momento en el cual se manifiestan de forma cada vez más estridente las resistencias al pluralismo, la islamofobia, así como las discriminaciones de las minorías religiosas, hasta el punto de que algunos sociólogos hablan del retorno del nacional-catolicismo, enmascarado en discursos sobre la preferencia nacional, en la cual la identidad nacional queda reducida a una herencia cultural católica que se afirma amenazada por el pluralismo. Todo esto conduce a una situación de parálisis del sistema democrático y de los derechos civiles de los miembros de las minorías religiosas. El desarrollo de la libertad religiosa en España es muy pobre, de modo que vivimos en un país donde ser católico quiere decir tener todos los derechos religiosos garantizados, y no serlo quiere decir tener que luchar contra viento y marea para poder practicar la propia religión.
En Cataluña se ha desarrollado una intensa labor de diálogo interreligioso, pero al mismo tiempo constatamos que la mayoría de los casos de oposición violenta de vecinos a la apertura de mezquitas han tenido lugar en Cataluña. Como dato significativo, recordar que Barcelona es una de las pocas grandes ciudades europeas en las cuales no ha sido construida una mezquita de nueva planta. Y eso a pesar de que fue la misma Barcelona la que albergó la Declaración de la Unesco sobre el rol de la religión en la promoción de una cultura de la paz, el año 1994. Así pues, parece que el diálogo interreligioso se desarrolla de espaldas a la sociedad, sin que pueda detectarse en qué haya podido mejorar la convivencia, ni ha servido para sensibilizar a las instituciones a que promocionen de forma activa la libertad religiosa. Como ya hemos señalado en numerosas ocasiones, parece fácil enunciar y apoyar sobre el papel grandes ideas, como es la igualdad entre las religiones, pero a la hora de ponerlas en práctica en la vida cotidiana los poderes públicos tienden a inhibirse.
Esta situación nos lleva a una primera conclusión: si bien el diálogo interreligioso es una realidad, se trata de una realidad minoritaria e incapaz de hacer frente a los problemas cotidianos. Dicho de otro modo: el diálogo ha sido enunciado como un proyecto de futuro, pero los objetivos que persigue este diálogo están muy lejos de lograrse. Los objetivos del diálogo interreligioso constituyen hoy en día una utopía, una visión que a duras penas logra abrirse paso entre los propios adictos del diálogo interreligioso. Las religiones siguen siendo percibidas por muchos ciudadanos como compartimentos estancos que separan a los seres humanos en categorías (los musulmanes, los budistas, los cristianos), velando la humanidad de los creyentes mediante estereotipos. Las jerarquías católicas siguen esgrimiendo derechos históricos para justificar sus privilegios, mientras los seguidores de las religiones minoritarias tienen muchas dificultades para desarrollar derechos básicos como son el derecho a abrir lugares de culto o a ser enterrado según sus convicciones. La utilización política de la religión para conseguir poder mundano es una constante, tanto en oriente como en occidente, en el norte o en el sur.
Es necesario pues hablar del diálogo interreligioso como de una utopía, y seguir meditando sobre sus implicaciones más profundas. ¿En qué sentido el diálogo interreligioso constituye una utopía? La palabra utopía es fuerte, tiene una carga inmensa de futuro. La utopía nos remite a algo que anhelamos, que sabemos que nos falta y cuya consecución constituye un bien para el conjunto de la humanidad. Y al hacerlo pone en evidencia las carencias del presente, los obstáculos que impiden la realización de la utopía.
¿Qué es pues lo que nos falta? No señalaremos aquí a los grandes problemas de nuestro tiempo, sino a aquellas actitudes que nos impiden avanzar hacia el paradigma interreligioso. En primer lugar nos falta respeto y mutuo reconocimiento. Como tal, entiendo el pleno reconocimiento de las tradiciones sagradas de la humanidad como vías de salvación legítimas, emanadas de la misma Fuente de todo lo creado. El paradigma interreligioso implica aceptar e incluso diría creer de todo corazón que cualquier persona que siga rectamente una tradición puede alcanzar la plenitud espiritual, la auténtica liberación, la salvación o el nirvana, o como queramos llamarlo. Por respeto entiendo también la no jerarquización entre las religiones, el abandono de cualquier pretensión de superioridad de una religión sobre las otras. Es decir, que todas las tradiciones religiosas son iguales en dignidad, en el sentido de que contienen todos los elementos necesarios para lograr la plenitud espiritual del ser humano.
Junto a lo que nos falta, podemos destacar lo que nos sobra, lo que impide que el paradigma interreligioso se consolide como lo que es, una necesidad interna de las sociedades del siglo XXI. ¿Y qué es lo que nos sobra? Nos sobra el proselitismo. La idea de tratar de convertir al otro no es sino una ofensa, que transparenta una mentalidad totalitaria y prepotente. Nos sobra competitividad, ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Criticar las dificultades de los coptos en Egipto y negar el derecho de los musulmanes a abrir una mezquita en nuestro barrio. Demonizar el régimen islámico de las minorías y tratar de justificar la Inquisición. Criticar el antisemitismo y no denunciar la islamofobia, y viceversa. Criticar la situación de los budistas en el Tibet y no decir nada de lo que se hace, en nombre del budismo, contra los musulmanes y cristianos en Camboya o en Birmania. No comprendo como desde el judaísmo se puede criticar la confesionalidad del estado español y dar por buena la del estado de Israel. Tampoco comprendo que un musulmán español critique la participación de políticos en ejercicio de sus funciones en actos religiosos, y no rechace que un jefe de estado del mundo islámico presida una oración públicamente, sea en Arabia Saudí, en Libia o en Irán. Estas actitudes son muy comunes, casi diría cotidianas. Creo que debemos exigir un mínimo de coherencia en los planteamientos de los creyentes de las distintas confesiones. Si se defiende el laicismo debe defenderse en todo sitio, y si se defienden los derechos de las minorías religiosas debe aplicarse este principio de forma universal.
A nivel teológico, nos sobra dogmatismo, el cierre conceptual en torno a unos dogmas excluyentes, que bajo la apariencia de doctrinas teológicas venerables que responden un mandato político y de dominio. Citaré alguna de estas ideas, en la teología islámica: la idea de que el Corán es la palabra de Dios increada, o la de que el Corán ha abrogado las revelaciones anteriores. Otras son de sobras conocidas, y sus implicaciones políticas ya no pueden ocultarse: la idea del Pueblo escogido en exclusiva por Dios para sellar un pacto, o la idea del Dios encarnado en un hombre concreto en un momento histórico concreto, cuyo magisterio es mantenido en exclusiva por una determinada institución. No podemos seguir sosteniendo dogmas semejantes por más tiempo, ni pretender que se trata tan solo de doctrinas venerables. Si estas ideas han sido consideradas como dogmas de fe no es por responder al anhelo de liberación espiritual del ser humano, sino porque responden al deseo narcisista de poseer las claves de la salvación en exclusiva. Frente a los dogmas y doctrinas, que apenas ocultan su carácter político, nos falta espiritualidad, trabajo interior, desapego de los conceptos, superación del mundo de las dualidades y de los conceptos, vacío de ma mente para que Dios se nos revele, aquí y ahora.
A nivel político, nos sobra la connivencia de los hombres de religión con los poderes de este mundo. El auténtico mal que amenaza a las religiones no son el laicismo o el ateísmo, sino su transformación en un instrumento de control ideológico, en una religión de estado. Por desgracia, muchos hombres de religión parecen demasiado preocupados por defender sus pequeñas parcelas de poder.
Cuando hablamos de sectarismo, jerarquización, dogmatismo, falta de coherencia, debemos ser conscientes de que se trata de actitudes que tienen una plasmación concreta en políticas y legislaciones discriminatorias, que sitúan a unos creyentes por encima de los otros y mantienen vigentes paradigmas que podríamos calificar como tribales. Siguiendo a Popper, entiendo como tribalismo la defensa de una supuesta identidad nacional inalterable basada en conceptos como raza o religión. En el contexto del siglo XXI, caracterizado por los flujos migratorios provenientes de contextos culturales y religiosos muy diversos, rechazar el paradigma interreligioso implica el rechazo del progreso. No existen ya países racialmente o religiosamente unitarios, si es que alguna vez han existido. Reivindicar una identidad nacional basada en la religión mayoritaria es una forma de totalitarismo que choca con las realidades sociales del siglo XXI. Quien rechaza el paradigma interreligioso se queda fuera del mundo en el que vive. Vive en una sociedad que ya no existe, en un paisaje inexistente. El problema es cuando trata de forzar la permanencia de este mundo inexistente, de modo que los que no participan de su concepción identitaria se ven forzados en mayor o menor medida a asimilarse a dicho modelo identitario. Es aquí cuando vemos claramente que la resistencia al paradigma interreligioso es una opción política, uno de los pilares del pensamiento reaccionario en nuestro tiempo.
Siendo así, no podemos obviar que el diálogo interreligioso tiene también una dimensión política. Juan José Tamayo lo sitúa como contrapartida al choque de civilizaciones, la ideología neocón que sustenta las políticas imperialistas de los EEUU, tanto como su tratamiento de la nueva inmigración. El pensador indio Asghar Ali Engineer se refiere a tres niveles del diálogo interreligioso: el intelectual, el político y el religioso. En el nivel político, señala el trabajo conjunto en contra de las políticas confesionales, y señala la necesidad de desarrollar una alianza interreligiosa en contra del fundamentalismo religioso. La dimensión política del diálogo interreligioso es precisamente la de responder a las pretensiones de hegemonía de la religión mayoritaria. Y esto debe ser así tanto en España como en Israel, en el Tibet o en Arabia. La vinculación entre religión, territorio y sistema político no tiene una base espiritual, no esta enraizada en el núcleo de ninguna fe. Se trata de vínculos arbitrarios, digamos que contingentes e históricos, pero no esenciales. Lo mismo podríamos decir de la relación entre religión y raza, o entre raza y territorio, o entre religión y lengua. Todos estos elementos son definidores de nuestra identidad, pero ¿en que medida son asimilables, en que medida pueden constituirse en vertebradores de las identidades nacionales?
Este es uno de los nudos que el diálogo interreligioso viene a deshacer. Frente a las identidades colectivas basadas en la religión, el paradigma interreligioso implica la aceptación de nuestras identidades múltiples, tanto a nivel individual como colectivo. Implica la aceptación gozosa del carácter abierto y permeable de todo ser humano, implica la ruptura con los límites conceptuales e ideológicos trazados entre las distintas religiones, y también la ruptura con el confesionalismo y los amalgamas entre religión, raza, lengua y territorio. Implica en definitiva la superación de los atavismos y los restos de tribalismo presentes en nuestras sociedades. Un tribalismo más presente en nuestra civilizada Europa de lo que nos gustaría reconocer, tanto en la sociedad como en la política y en la academia. Este tribalismo europeo tira por tierra el mito de la superioridad de una cultura occidental supuestamente basada en la racionalidad y en la ciencia, que se abría emancipado de formas de cohesión social propias de culturas calificadas como primitivas o inferiores. En el momento en que Europa se ve enfrentada al verdadero pluralismo, el mito salta por los aires y se revela que bajo la capa de civilización siguen latiendo las mismas pulsiones primitivas, las consideraciones raciales y religiosas como base identitaria.
Mencionar las carencias del presente implica ya señalar hacia otros horizontes, señalar en dirección a la utopía. A estas actitudes sectarias y tribales oponemos el paradigma interreligioso. Deseamos ver desaparecer las actitudes sectarias para hacer posible este nuevo paradigma. El paradigma interreligioso es hoy por hoy una utopía sobre la que dialogamos. El diálogo apunta a la superación de las barreras conceptuales que las religiones trazan unas frente a otras. Esta destrucción de las barreras ha de liberar una fuerza desconocida, posibilitando nuevas creaciones. Por diálogo interreligioso entiendo pues algo más que el diálogo que entablan los creyentes de diversas tradiciones, en pos de mejorar o posibilitar la convivencia, y poner los recursos espirituales, humanos y materiales en la mejora de nuestras sociedades. El propio título de estas jornadas hace referencia a los derechos humanos y la cultura de la paz, un concepto muy hermoso que engloba valores como el respeto a la dignidad de la persona, la no discriminación, la no violencia, el respeto a la diversidad cultural, el consumo responsable y en general los valores sociales y ecológicos.
Para hacer posible este paradigma, no basta con dialogar sobre las religiones. Lo que debemos hacer es colaborar en las causas comunes a todos los hombres de buena voluntad, saber priorizar y orientar nuestras fuerzas hacia el bien y la belleza. Nos falta trabajo compartido contra la cultura de la guerra, contra el hambre en el mundo, contra la depredación capitalista, a favor de los desfavorecidos, a favor de la igualdad económica y de la justicia social. Nos falta también autocrítica, capacidad de actualización de nuestra tradición a las realidades del siglo XXI. Sentimos demasiado apego por las formas, por las cáscaras que hace tiempo dejaron de proteger el fruto.
La utopía interreligiosa es al mismo tiempo hinduísta, cristiana, judía, budista o musulmana. Se desvanecen las barreras ideológicas entre ‘lo cristiano’, ‘lo budista’, ‘lo hindú’, ‘lo islámico o ‘lo judío’. Dichas categorías dejan de ser compartimentos estancos cerrados en torno a unos dogmas excluyentes, y pasan a ser definidores de valores compartidos. Lo islámico coincide con lo cristiano en mayor medida en que se diferencia. Es islámico ayudar a los que pasan hambre, la igualdad, la paz y la justicia son valores esenciales al islam, no un añadido, sino su misma esencia, su razón de ser. Y precisamente por ser valores inherentes al islam lo son también al cristianismo. Ser un buen musulmán es ser un buen cristiano. Esta es también una utopía que los creyentes podemos compartir con los ateos. Es la utopía de la unidad en la diversidad. Valores que están en la base de nuestra propia humanidad, valores consustanciales a nuestra humanidad, que el vínculo con una tradición espiritual no lesiona ni recorta, sino que fortalece.
El paradigma interreligioso nos remite al origen común de todas las religiones en el Uno, por encima de toda diferencia. Lo esencial es lo que nos une, lo diferente es circunstancial. No un mero accidente, sino un recipiente necesario. Es a partir de los valores compartidos donde se fundamenta el entendimiento, la colaboración entre los seguidores de diferentes religiones. Toda religión aboga por la sinceridad, la hospitalidad, la generosidad, la paciencia, la no violencia, la justicia, la igualdad, el amor y la compasión. No creo que ningún seguidor de ninguna religión rechace o considere ajenos a su religión estos valores.
Junto a los valores y los rituales, existe un tercer elemento en el cual se da espacio para la discordia: las doctrinas. Es en este punto donde se producen las disputas, sobre la naturaleza de Cristo, de Buda o del Corán. Lo que el diálogo interreligioso exige es no idolatrar ninguna doctrina, es decir: superar las concepciones dogmáticas de nuestra tradición. Las doctrinas no son algo que se puedan tirar por la ventana: forman parte esencial de todo camino espiritual. Lo que podemos esperar de los creyentes es que sepan relativizar esas doctrinas, como intelectualizaciones de una verdad trascendente, que sobrepasa los conceptos.
Como puntualiza Juan José Tamayo, ni las religiones ni los dogmas nos conducen a la salvación. Las religiones son mediaciones, nos ofrecen instrumentos, pautas, valores, nos trazan un camino que puede guiar al ser humano en su despertar y evolución espiritual. El fin de las religiones es liberar al ser humano, elevarlo y hacerlo más humano, más generoso, más compasivo, más hospitalario. Los medios que ofrecen las religiones son distintos, pero los fines parecidos, cuando no idénticos. Poner el acento sobre los fines y los valores compartidos implica relativizar los medios. No anularlos, sino tener plena conciencia de que no son sino medios, y por tanto otra persona puede acceder a su liberación sin necesidad de aceptar las mediaciones que una religión particular le ofrece. Esta es la base de la libertad de los creyentes aún dentro de sus propias tradiciones, la única base posible para el diálogo interreligioso.
La utopía interreligiosa requiere de una actitud consciente. Requiere de un trabajo sobre nosotros mismos, un trabajo que también es intrarreligioso. Requiere de una actitud pro-activa. Requiere pasar del diálogo en si a un diálogo enfocado a la consecución de los propios objetivos del diálogo. El diálogo interreligioso no puede limitarse a los encuentros e intercambios secretos de determinados grupos, como la multiculturalidad no se manifiesta a través de esas fiestas de la diversidad organizadas por los ayuntamientos, en los cuales ciudadanos de cada color o procedencia se exhiben para regocijo de los usuarios, para satisfacer la mala conciencia del ciudadano medio. Festivales tras los cuales cada uno vuelve a su gueto, a sufrir las discriminaciones cotidianas.
El diálogo interreligioso no es un fin en si mismo, no se agota con el diálogo. El diálogo interreligioso señala hacia otro horizonte, hacia una apertura del corazón y hacia la consecución de sociedades realmente plurales, en las cuales las tensiones entre religiones hayan desaparecido, dando paso a la colaboración entre creyentes, entre personas unidas por un deseo de espiritualidad y trascendencia, que sin duda debe, o más bien debería, conducirlos hacia posturas de solidaridad y entendimiento, a dejar de lado el egoísmo y a poner la compasión como criterio de todos sus actos. No dialogamos para conocer otras personas o tradiciones religiosas. Buscamos ese conocimiento para romper con un estado de cosas que sabemos defectuoso.
Personalmente, el diálogo para conocernos y mostrar lo tolerantes que somos no me interesa. Y esta es la paradoja catalana. Como he dicho antes, Cataluña es la comunidad del estado español donde más se ha desarrollado el diálogo interreligioso en los últimos años. Y sin embargo, es también la comunidad autónoma donde más dificultades tenemos los musulmanes para abrir mezquitas. De los 24 casos de oposiciones vecinales violentas a la apertura de mezquitas que se han dado en España en los últimos años, 18 han tenido lugar en Cataluña. Es la hora de que nos preguntemos por las causas de esta contradicción, que nos planteemos porque el desarrollo del diálogo interreligioso y las mil y una actividades realizadas no han logrado transformar en lo más mínimo nuestra sociedad. Es por ello imperioso el clarificar cuales son los objetivos de este diálogo, no vaya a ser que lo acabemos convirtiendo en un fin en si mismo, algo auto referencial y sin la menor conexión con las realidades sociales en las que vivimos.
Si el diálogo interreligioso no tiene nada que ver con apoyar la apertura de templos de los Testigos de Jehová, iglesias evangélicas, sinagogas y mezquitas, creo que llegará un momento en que deberemos denunciarlo como una impostura. Si el diálogo interreligioso no nos ayuda en el objetivo común de lograr una sociedad más respetuosa con el pluralismo, sin privilegios para ninguna confesión, entonces no sirve para nada. Si el diálogo interreligioso no nos implica en la lucha contra la islamofobia o contra la judeofobia, entonces deberemos concluir que es algo superfluo. Si el diálogo interreligioso no está basado en el rechazo explícito del proselitismo, entonces no es auténtico diálogo sino mera hipocresía. Una vez más: ¿cómo se puede hablar de diálogo con la Iglesia católica mientras sus más altas jerarquías expresan públicamente como un deber de todo cristiano el convertir a los demás al cristianismo, con el objetivo manifiesto de que desaparezca el pluralismo?
Debemos ser conscientes de la situación en que vivimos para que la utopía cobre fuerza, para que pueda manifestarse con toda transparencia. Solo unos pocos parecen darse cuenta de que el diálogo interreligioso es uno de los paradigmas decisivos del presente, destinado a transformar el mundo. Esperamos que este paradigma acabe llegando a la mayoría de nuestros conciudadanos, y pedimos a Al-lâh que nos ayude en la inmensa tarea de construcción de una sociedad civil a escala planetaria, basada en valores compartidos y no en mediaciones excluyentes.